
Es un clásico universal. Con la Policía es un clásico universal. Se presenta en todas las canchas. Todas las hinchadas la han enfrentado y Comu no es la excepción. Con la 45ª amiga de Lamadrid, con la Guardia de Infantería de la Provincia en Cambaceres, con la 1ª de Sarandí, hospitalaria como pocas. Quizás no con la 47ª, pues aunque la tribuna atrona con su “Nunca hicimos amistades / nunca las vamos a hacer...” es difícil no sentir algo que no se resuelve por ser amistad con el taquero del barrio que dispersa las más animadas esquinas, te lleva a pasear en lancha por las calles de Villa del Parque, o te aloja en la calidez de sus calabozos a la menor contravención y que, encima, se preocupa por tu dieta, pues te aloja sin desayuno ni merienda. Pensión incompleta, si las hay, aunque harto incompletos nos sentimos si sábado a sábado no nos acompaña la disciplinada escuadra de la P.F.A.
Sabemos que aman a su camiseta, aunque varíen el color. Del azul y el pastel han pasado al negro –lo que los iguala con la autoridad de los referís- y del luto, al blanco con gorrita. Aman también a los animales, y a menudo los vemos llegar a la cancha montados a caballo, paseando de la correa a sus perros o, de noche, levantando gatos con el patrullero. Aman el barrio y la astronomía, lo cual se colige tanto de que frecuentan cada comercio de Villa del Parque y Agronomía -de los cuales salen siempre con un presente bajo el brazo- como de que se muestran de lo más afectos a los cometas. No faltan jamás a un partido de fútbol, son los primeros en llegar y los últimos en irse, y se ha llegado hasta el exceso de que, si no van, el partido no se juega aunque los jugadores estén en la cancha. Un raro privilegio les exime de abonar la entrada. Más aún, es de estilo pagarles para que vengan al estadio y, si no se les paga, no vienen, nos privan de ese despliegue tan propio de patrulleros, carros de asalto, helicópteros y caballos con los que se movilizan a la cancha, de es fanfarria de pitufos azules que, bastón en mano, marcan gravemente el paso con sus pesadas botas.
No digan que nos resultan indiferentes. Hemos ingeniado cánticos para ustedes, amigos. No nos gusta verlos tristes y, para arrancarles una sonrisa, les decimos eso de “Policía, policía / qué amargado se te ve/ mientras vos estás en la cancha...” Porque somos celosos, no queremos que se dediquen a otros deportes, que se alejen del deber. Eso nos desagrada profundamente; de ahí lo de “Lo sabía, lo sabía / a Cabezas...”
Conocemos su añoranza por nosotros durante la semana. Adivinamos en eso la razón de que tantas fotografías nuestras adornen vuestras mesitas de luz o las paredes de sus oficinas. Llevan libros con nuestros retratos, y se han molestado hasta en clasificarnos en útiles prontuarios, que hacen más fácil ubicarnos cuando necesitan nuestra compañía. Nosotros no tenemos fotos de ustedes, porque los llevamos en el corazón.
Pero ustedes nunca alientan. Hieráticos, se apuestan en los laterales de las tribunas, en los extremos superiores, en las puertas, y aguardan. Sólo aguardan. A veces, movidos por impulsos que nos resultan ajenos, arremeten contra la banda, la dispersan y se quedan con los bombos y banderas. Hecha la ley, hecha la trampa, y sabedores de este adagio jurídico han hecho una ley que el resistirse a su autoridad sea delito, y que rasgarles esas calurosas camisas en días de calor sea un daño calificado, o que intercambiar amistosamente gorritos, se constituya en robo. Una barbaridad, no ser comprendidos: ustedes y nosotros adolecemos de recíproca incomprensión, aunque ¿cómo no enternecerse hasta las lágrimas ante la patente exposición de la perenne soledad que les aflige, que les fuerza esa mueca amarga en el rostro y que se hace evidente en el habitual ruego que nos lanzan: “Me va a tener que acompañar”? ¿Cómo no acompañar a quien, gentilmente, nos invita a su casa, nos lleva en su coche, nos presenta a sus amigos y nos esposa las manos para que nada nos sustraiga de su amistad? ¿Cómo no sentir cariño por quien, preocupado por nuestro pasado, por nuestra vida, remueve cielo y tierra para averiguar nuestros antecedentes? ¿Cómo no sentir íntima amistad por quien nos hace tocar el piano y luego nos aplaude (las muelas)?
Así es, caballeros. Sin embargo, esa cálida amistad suele resultarnos, de tan dulce, empalagosa. Discúlpenos, entonces, señor Comisario, si al ver su silueta en la esquina, su nena y yo nos acurrucamos un poquito más en el zaguán y procuramos pasar inadvertidos. Un poquito, nomás, unos meses, y nuestro bebé le dirá “abuelo”. Hasta entonces, o hasta cada sábado, señor Comisario.
*Gentileza de http://www.clubcomunicaciones.com/
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